Enero Treinta

Bienaventuranza

No tengo ninguna intención de disculpar a la realidad sus continuas impertinencias. Para eso ya está la ciencia. Mi interés del día de hoy se circunscribe a ciertos aspectos de la vida que se presentan ante mí desnudos de leyes, descatalogados e impredecibles. Es de eso, si puedo, de lo que quisiera hablarles. De las voces que surcan el aire en medio de la niebla, por ejemplo. De los apetecibles manjares con los que sueño en forma de libidinosas fresas, y de míticas travesías de jugos río arriba… por citar otros dos ejemplos válidos del tipo de cosas que me gustaría hablarles hoy. En realidad debería tener la capacidad de ser más estricto aún, y limitarme a compartir con ustedes ciertos enigmas. Por ejemplo, el enigma sobre qué ocurrirá el día que alguien me cante al oído “soñar contigo”, o el misterio que me hace llevar siempre en el bolsillo derecho del abrigo una bóveda celeste repleta de nebulosas, o el arcano secreto por el cual tengo la sensación de no hacer otra cosa que escribir con tinta de alondra copias redundantes de mí mismo. Reduciendo aún más el centro de interés, debiera confinar mis comentarios al hecho de informarles de mi incomprensión absoluta sobre el origen de las fuerzas que me empujan a decir cosas inexplicables tales como “sobre ti flujo y me reflujo en el crisol de las lontananzas”. Me leo la mano y me digo a mí mismo la buenaventura: bienaventurados los que duermen abrazados -me digo- y eso que me digo, aunque lo comprendo, me pone triste.

©José Gimbel García  Al oído